La parrhesía como forma
del decir veraz
Coraje de la verdad
Michel Foucault
La
parrhesía, tal como la estudió Michel Foucault, era, en la Antigüedad, la
práctica de decir la verdad “sin esconderla con nada”, bajo el riesgo del
rechazo o la ira del interlocutor. Esta práctica se sitúa en “la prehistoria de
algunas parejas célebres: el penitente y su confesor, el enfermo y el
psiquiatra, el paciente y el psicoanalista”.
Este año querría
continuar el estudio del hablar franco, de la parrhesía como modalidad del
decir veraz. Llegué a la noción y la práctica de la parrhesía a partir de la
cuestión, tradicional en la filosofía occidental, de las relaciones entre
sujeto y verdad. Grande fue la importancia en la moral antigua, en toda la
cultura griega y romana, del principio “hay que decir la verdad sobre uno
mismo”. Pueden mencionarse prácticas como el examen de conciencia prescrito
entre los pitagóricos o los estoicos, del que Séneca dio ejemplos tan
elaborados y que volvemos a encontrar en Marco Aurelio. También esas
correspondencias, esos intercambios de epístolas morales, espirituales, cuyo
ejemplo también puede hallarse en Séneca. Han dejado menos huellas otras
prácticas como las libretas de notas, especies de diarios que se aconsejaba
llevar, ya fuera para el registro y la meditación sobre las experiencias vividas
o las lecturas hechas, ya fuera para contarse uno mismo, al despertar, los
propios sueños.
Hay cierta tendencia a
analizar esas prácticas del decir veraz sobre uno mismo en relación con el
principio socrático del “conócete a ti mismo”: en ellas se ve la plasmación de
ese principio. Pero me parece interesante resituar esas prácticas, esa
incitación a decir la verdad sobre uno mismo, en un contexto más amplio
definido por un principio, el del cuidado de sí. Este precepto tan antiguo en
la cultura griega y romana –y que encontramos, en los textos platónicos,
asociado al “conócete a ti mismo”– dio lugar al desarrollo de lo que podríamos
llamar un cultivo de sí, en el cual vemos la transmisión de todo un juego de
prácticas de sí. Al estudiar estas prácticas, vi perfilarse un personaje,
presentado como el socio indispensable de la obligación de decir la verdad
sobre uno mismo. No hace falta esperar al cristianismo, la institucionalización
a comienzos del siglo XIII de la confesión, para que la práctica del decir
veraz sobre uno mismo se apoye en la presencia del otro que escucha, que
exhorta a hablar y habla. En la cultura antigua, el decir veraz sobre uno mismo
fue una actividad con los otros, y más precisamente aun una actividad con otro,
una práctica de a dos.
Conocemos relativamente
bien a ese otro en la cultura cristiana, en la que adopta la forma
institucional del confesor o el director de conciencia; también en la cultura
moderna se puede señalar a ese otro indispensable para que yo pueda decir la
verdad sobre mí mismo, sea el médico, el psiquiatra, el psicólogo o el
psicoanalista. En la cultura antigua su estatus es más variable, más vago, está
institucionalizado con menos claridad: puede ser un filósofo de profesión, pero
también una persona cualquiera.
Galeno, en su texto
sobre la cura de los errores y las pasiones, señala que, para decir la verdad
sobre sí mismo y conocerse, uno necesita a otro a quien debe buscar un poco en
cualquier parte, con la sola condición de que sea un hombre de edad y serio. Puede
ser un profesor, que en mayor o menor medida participe de una estructura
pedagógica institucionalizada (Epicteto dirigía una escuela), pero puede ser un
amigo personal, puede ser un amante. Puede ser un guía provisorio para el
hombre joven que todavía no ha tomado sus decisiones fundamentales, que todavía
no es completamente dueño de sí mismo, pero también puede ser un consejero
permanente, que siga a alguien a lo largo de su existencia y lo conduzca hasta
su muerte. Demetrio el Cínico era el consejero de Trásea Peto, un hombre
importante en la vía política romana de mediados del siglo I, y lo sirvió como
consejero hasta el día mismo de su muerte por su suicidio: asistió al suicidio
de Trásea Peto y conversó con él, a la manera del diálogo socrático, sobre la
inmortalidad del alma hasta su último suspiro.
El estatus de ese otro
es, por tanto, variable. Y su papel, su práctica misma, tampoco son tan fáciles
de definir. Ese papel tiene que ver con la pedagogía, se apoya en ésta, pero es
también una dirección del alma; puede ser asimismo una suerte de consejo
político. Pero ese papel también se metaforiza y quizás se manifiesta en una
especie de práctica médica, porque se trata del tratamiento del alma y de la
determinación de un régimen de vida, que comporta, por supuesto, el régimen de
las pasiones, pero igualmente el régimen alimentario, el modo de vida en todos
sus aspectos.
Ese otro, indispensable
para el decir verdad de uno mismo, debe tener una calificación determinada,
que, a diferencia de la cultura cristiana, no está dada por la institución y el
ejercicio de ciertos poderes espirituales específicos. Tampoco es, como en la
cultura moderna, una calificación institucional que garantice determinado saber
psicológico, psiquiátrico, psicoanalítico. La calificación necesaria para ese
personaje incierto, un poco brumoso y fluctuante, es cierta práctica, cierta
manera de decir que se llama parrhesía: hablar franco.
El tratado de Plutarco
sobre la adulación, “Cómo distinguir un adulador de un amigo”, es un análisis
de la parrhesía o, mejor dicho, de esas dos prácticas opuestas que son la
adulación y la parrhesía. Aquel texto de Galeno dedica toda una exposición a la
elección de aquel de quien se dice que puede y debe usar ese hablar franco para
que el individuo pueda, a su vez, decir la verdad sobre sí mismo.
El año pasado emprendí
el análisis de la práctica de la parrhesía y del personaje que es capaz de
utilizarla, a quien se denomina parrhesiastés. El estudio de la parrhesía y del
parrhesiastés durante la antigüedad, en el cultivo de sí, es una suerte de
prehistoria de las prácticas que se organizan en torno de algunas parejas
célebres: el penitente y su confesor, el enfermo y el psiquiatra, el paciente y
el psicoanalista.
Pero, en su origen, la
parrhesía es fundamentalmente una noción política. Con la noción de parrhesía,
arraigada originariamente en la práctica política y la problematización de la
democracia, y derivada hacia la esfera de la ética personal y la constitución
del sujeto moral, puede verse el entrelazamiento del análisis de los modos del
decir veraz, el estudio de las técnicas de gubernamentalidad y el señalamiento
de las formas de práctica de sí. Presentar este estudio en una tentativa de
reducir el saber al poder, de hacer del saber la máscara del poder en
estructuras en que el sujeto no tiene cabida, no puede ser otra cosa que una
caricatura. Se trata, al contrario, de las relaciones complejas entre tres
elementos distintos, cuyas relaciones son mutuamente constitutivas: los
saberes, estudiados en la especificidad de su decir veraz, su veridicción; las
relaciones de poder, no como la emanación de un poder sustancial e invasor,
sino en los procedimientos por los cuales se gobierna la conducta de los
hombres, y los modos de constitución del sujeto a través de las prácticas de
sí.
La parrhesía,
etimológicamente, es la actividad consistente en decirlo todo: pan rhema. El
parrhesiastés es el que dice todo. Así, en el discurso “Sobre la embajada
fraudulenta”, Demóstenes advierte que es necesario hablar con parrhesía, sin
retroceder ante nada, sin ocultar nada.
Pero la palabra
parrhesía puede emplearse con dos valores. Con un valor peyorativo –como la
encontramos en Aristófanes, y luego de manera muy habitual hasta la literatura
cristiana–, la parrhesía consiste en decirlo todo en el sentido de decir
cualquier cosa: cualquier cosa que pueda ser útil para la causa que uno
defiende o que pueda valer para la pasión o el interés que anima a quien habla.
El parresiasta se torna entonces el charlatán impenitente, aquel que no es
capaz de ajustar su discurso a un principio de racionalidad o de verdad. En el
libro VIII de la República encontrarán la descripción de la mala ciudad
democrática, una ciudad heterogénea, dislocada, dispersa entre intereses diferentes,
pasiones diferentes, individuos que no se entienden. Esta mala ciudad
democrática practica la parrhesía: todo el mundo puede decir cualquier cosa.
En su valor positivo, la
palabra parrhesía consiste en decir la verdad sin disimulación ni reserva ni cláusula
de estilo ni ornamento retórico que pueda cifrarla o enmascararla. El “decirlo
todo” es: decir la verdad sin ocultar ninguno de sus aspectos, sin esconderla
con nada. Pero esto no basta para definir la noción de parrhesía en el sentido
positivo; hacen falta dos condiciones complementarias. Es preciso no sólo que
esa verdad constituya a las claras la opinión personal de quien habla, sino
también que éste la diga en cuanto es lo que piensa. El parresiasta da su
opinión, dice lo que piensa, él mismo signa la verdad que enuncia, se liga a
esa verdad y, por consiguiente, se obliga a ella y por ella.
Pero esto no es
suficiente. Después de todo, un profesor, un gramático, un geómetra pueden
decir, con respecto a la gramática o la geometría, una verdad en la cual creen
y, sin embargo, no se dirá que eso es parrhesía. Para que haya parrhesía es
menester que el sujeto, al decir una verdad que marca como su opinión, su pensamiento,
su creencia, corra cierto riesgo, un riesgo que concierne a la relación que él
mantiene con el destinatario de sus palabras; es menester que, al decir la
verdad, afrontemos el riesgo de ofender al otro, encolerizarlo y suscitar
conductas que pueden llegar a la más extrema de las violencias. En la “Primera
filípica”, Demóstenes agrega: “Sé que al valerme de esta franqueza ignoro lo
que se deducirá para mí de las cosas que acabo de decir”.
La parrhesía implica
cierto coraje, cuya forma mínima consiste en el hecho de que el parresiasta
corre el riesgo de poner fin a la relación con el otro que, justamente, hizo
posible su discurso. El parresiasta siempre corre el riesgo de socavar la
relación que es condición de posibilidad de su discurso. Lo vemos con claridad
en la parrhesía como guía de conciencia, que sólo puede existir si hay amistad
y donde el uso de la verdad amenaza poner en tela de juicio y romper la
relación amistosa.
Ese coraje adopta una
forma máxima cuando quien habla se ve en la necesidad de arriesgar su propia
vida. Platón, cuando va a ver a Dionisio el Viejo, le dice una serie de
verdades que ofenden a tal punto al tirano que éste concibe el proyecto –no lo
llevará a la práctica– de matar al filósofo. Pero Platón lo sabía y había aceptado
el riesgo.. La parrhesía no sólo arriesga la relación entre quien habla y la
persona a la que se dirige la verdad, sino que, en última instancia, hace
peligrar la existencia misma del que habla, al menos si su interlocutor tiene
algún poder sobre él y no puede tolerar la verdad que se le dice.
Con la salvedad de que
la parrhesía puede organizarse, desarrollarse y estabilizarse en lo que cabría
llamar un juego parresiástico. Porque aquel a quien el parresiasta dice esa
verdad –trátese del pueblo reunido y que delibera sobre las decisiones que debe
tomar, o del príncipe a quien hay que dar consejos, o del amigo a quien se
guía– ese interlocutor, si quiere cumplir el papel que le propone el
parresiasta, debe aceptarla, por ofensiva que sea para las opiniones de la
asamblea, para las pasiones o los intereses del príncipe, para la ignorancia o
la ceguera del individuo. El pueblo, el príncipe, el individuo deben reconocer
que quien corre el riesgo de decirles la verdad tiene que ser escuchado. El
juego de la parrhesía se establece a partir de esa suerte de pacto. La
parrhesía es el coraje de la verdad en quien habla y asume el riesgo, pero es
también el coraje del interlocutor que acepta recibir como cierta la verdad
ofensiva.
La práctica de la
parrhesía se opone al arte de la retórica. La retórica, tal como se la definía
y practicaba en la Antigüedad, es una técnica, un conjunto de procedimientos
que permiten al hablante decir algo que tal vez no sea en absoluto lo que
piensa, pero que tendrá por efecto producir convicciones, inducir conductas,
establecer creencias. La retórica no implica ningún lazo del orden de la
creencia entre quien habla y lo que éste enuncia. Desde este punto de vista, la
retórica es exactamente lo contrario de la parrhesía. El rétor puede
perfectamente ser un mentiroso eficaz que obliga a los otros. El parresiasta,
al contrario, será el decidor valeroso de una verdad.
A diferencia del rétor,
el parresiasta no es un profesional. Y la parrhesía es algo distinto a una
técnica o un oficio, aun cuando en ella haya aspectos técnicos. La parrhesía es
una actitud, una manera de ser que se emparienta con la virtud, es una manera
de hacer. Son procedimientos pero es también un rol, un rol útil, precioso,
indispensable para la ciudad y los individuos.
* Extractado de El
coraje de la verdad (Curso en el Collège de France, 1983-84), de reciente
aparición (Ed. Fondo de Cultura Económica).
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