jueves, 30 de abril de 2015

EL HIMNO A LA CARIDAD DE PABLO DE TARSO

HIMNO A LA CARIDAD 
                            San Pablo, 1 Corintios 13, 1-13
 Sagrada Biblia, Tomo VII, “Epístolas de San Pablo a los Corintios”, 1º Edición 1984, EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA S.A., Pamplona 1984
Traducida y anotada por la Facultad de Teología de La Universidad de Navarra

(1) Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tuviera caridad, sería como el bronce que resuena o címbalo que retiñe. 
(2) Y si tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y si tuviera tanta fe como para trasladar montañas, pero no tuviera caridad no sería  de nada.
(3) Y si repartiera todos los bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, pero no tuviera caridad de nada me aprovecharía.
(4) La caridad es paciente, la caridad es benigna; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, (5) no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, (6) no se alegra por la injusticia, se complace con la verdad, (7) todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
(8) La caridad nunca acaba. Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la ciencia quedará anulada. 
(9) Porque ahora nuestro conocimiento es imperfecto, e imperfecta nuestra profecía. 
(10) Pero cuando venga lo perfecto desaparecerá lo imperfecto. 
(11) Cuando era niño, hablaba como niño, sentía como niño, razonaba como niño. Cuando he llegado a ser hombre, me he desprendido de las cosas de niño.
(12) Porque ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido.
(13) Ahora permanecen la fe, la esperanza, la caridad: las tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad.


1-13. El maravilloso himno a la caridad es una de las más bellas páginas de San Pablo. Los recursos literarios de este capítulo van encaminados a presentar con todo su esplendor la caridad. Bajo tres aspectos canta San Pablo la trascendencia del amor: superioridad y necesidad absoluta de este don (vv. 1-3); características y manifestaciones concretas (vv. 4-7); permanencia eterna de la caridad (vv. 8-13). 
El amor, la caridad de la que habla San Pablo, nada tiene que ver con el deseo egoísta de posesión sensible o pasional; ni tampoco se limita a la mera filantropía, que nace de razones humanitarias; se trata de un amor dentro del nuevo orden establecido por Cristo, cuyo origen, contenido y fin son radicalmente nuevos: nace del amor de Díos a los hombres, tan intenso que les entregó a su Hijo Unigénito (Ioh 3,16). El cristiano puede corresponder por el don del Espíritu Santo (cfr Gal 5,22; Rom 15,30), y, en virtud de ese amor divino, descubre en su prójimo al mismo Dios: sabe que todos somos hijos del mismo Padre y hermanos de Jesucristo: «Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostramos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar -insisto- la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo» (Amigos de Dios, n. 230). 

1-3. La caridad es un don tan excelente, que sin ella los demás dones pierden su razón de ser. Para mayor claridad San Pablo menciona los que parecen más extraordinarios: el don de lenguas, la ciencia, los actos heroicos. 
En primer lugar, el don de lenguas. Santo Tomás comenta que el Apóstol «con razón compara las palabras carentes de caridad al sonido de unos instrumentos sin vida, al de la campana o los platillos que, aunque produzcan un sonido diáfano, sin embargo, es un sonido muerto. Lo mismo ocurre con el discurso de un hombre sin caridad; aunque sea brillante, es considerado como muerto porque no aprovecha para merecer la vida eterna» (Comentario sobre 1 Coro ad loc.). Hiperbólicamente menciona San Pablo la lengua de los ángeles como supremo grado del don de lenguas. 
«No seria nada»: Es una conclusión tajante. Poco después (1 Cor 15,10) afirmará el propio San Pablo «por la gracia de Dios soy lo que soy», dando a entender que del amor de Dios al hombre (la gracia) nace el amor del hombre a Dios y al prójimo por Dios (la caridad). 
La ciencia y la fe, que no tienen por qué ir separadas, también adquieren su pleno sentido en el cristiano que vive por la caridad: «Cada uno, según sus propios dones y funciones, debe caminar sin vacilación en el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra por la caridad» (Lumen gentium. n. 41). 
Propiamente el martirio es el supremo acto de amor. San Pablo habla como en los puntos anteriores, de casos hipotéticos o gestos meramente externos, que aparentan desprendimiento y generosidad, pero que son pura apariencia: «Quien no tiene caridad -en palabras de San Agustín- aunque temporalmente tenga estos dones, se le quitarán. Se le quitará lo que tiene, porque le falta lo principal: aquello por lo que tendrá todas las cosas y él mismo no perecerá (...). Tiene la virtud de poseer, pero no tiene la caridad en el obrar; luego como le falta esto, lo que tiene le será quitado» (Enarrationes in Psalmos, 146,10). 

4-7. En la enumeración de las cualidades de la caridad, San Pablo, bajo la inspiración del Espíritu Santo, comienza por señalar dos características generales -paciencia y benignidad- que en la Biblia se atribuyen fundamentalmente a Dios. Ambas introducen hasta trece manifestaciones concretas de la caridad. 
La paciencia es una cualidad alabada frecuentemente en la Biblia: en los Salmos se dice que Dios es paciente, lento a la ira (Ps 145,8): significa una serena magnanimidad ante las injurias, la benignidad tiene el sentido de inclinación a hacer el bien a todos. 
Santo Tomás la explica a partir de la etimología: «La benignidad es como 'buena ignición' -bona igneitas-: así como el fuego hace que los elementos sólidos se licuen y se derramen, la caridad hace que los bienes que tiene el hombre no los retenga para si, sino que los difunda a los demás» (Comentario sobre 1 Cor, ad loc.). 
Al atribuir a la caridad cualidades que son aplicables primordialmente a Dios, aprendemos el valor de esta virtud y su excelencia: «La caridad con el prójimo es una manifestación del amor a Dios. 
Por eso, al esforzamos por mejorar en esta virtud, no podemos fijarnos limite alguno. Con el Señor, la única medida es amar sin medida. De una parte, porque jamás llegaremos a agradecer bastante lo que El ha hecho por nosotros; de otra, porque el mismo amor de Dios a sus criaturas se revela así: con exceso, sin cálculos, sin fronteras» (Amigos de Dios, n. 232). 

«El amor es paciente -comenta San Gregorio Magno- por- que lleva con ecuanimidad los males que le infligen. Es benigno porque devuelve bienes por males. 
No es envidioso porque como no apetece nada en este mundo, no sabe lo que es envidiar las prosperidades terrenas. 
'No obra con soberbia', porque anhela con ansiedad el premio de la retribución interior y no se exalta por los bienes exteriores. 
'No se jacta', porque sólo se dilata por el amor de Dios y del prójimo e ignora cuanto se aparta de la rectitud. 
'No es ambicioso', porque, mientras con todo ardor anda solicito de sus propios asuntos internos, no sale fuera de si para desear los bienes ajenos.
'No busca lo suyo', porque desprecia, como ajenas cuantas cosas posee transitoriamente aquí abajo, ya que no reconoce como propio más que lo permanente.
'No se irrita', y, aunque las injurias vengan a provocarle, no se deja conmover por la venganza, ya que por pesados que sean los trabajos de aquí, espera, para después, premios mayores. 
'No toma en cuenta el mal', porque ha afincado su pensamiento en el amor de la pureza, y mientras que ha arrancado de raíz todo odio, es incapaz de alimentar en su corazón ninguna aversión. 
'No se alegra por la injusticia', ya que no alimenta hacia todos sino afecto y no disfruta con la ruina de sus adversarios. 
'Se complace con la verdad', porque amando a los demás como a si mismo, cuanto encuentra de bueno en ellos le agrada como si se tratara de un aumento de su propio provecho» (Moralia, X, 7-8.10). 

7. La repetición de la palabra todo en estas últimas notas refuerza el valor absoluto e insustituible de la caridad. No es una hipérbole ni menos una utopía; es el conocimiento, que la Palabra de Dios confirma, de que el amor está en el principio y en el fondo de toda virtud cristiana: «Si todos somos hijos de Dios -recuerda el Fundador del Opus Dei-, la fraternidad ni se reduce a un tópico, ni resulta un ideal ilusorio: resalta como meta difícil, pero real. 
»Frente a todos los cínicos, a los escépticos, a los desamorados, a los que han convertido la propia cobardía en una mentalidad, los cristianos hemos de demostrar que ese cariño es posible. Quizá existan muchas dificultades para comportarse así, porque el hombre fue creado libre, y en su mano está enfrentarse inútil y amargamente contra Dios: pero es posible y es real, porque esa conducta nace necesariamente como consecuencia del amor de Dios y del amor a Dios. Si tú y yo queremos, Jesucristo también quiere. Entonces entenderemos con toda su hondura y con toda su fecundidad el dolor, el sacrificio y la entrega desinteresada en la convivencia diaria» (Amigos de Dios, n. 233). 

8-13. La caridad es perdurable, no desaparecerá jamás. En este sentido es mayor que todos los demás dones de Dios: cada uno de ellos es concedido en orden a que el hombre alcance la perfección y la bienaventuranza definitiva; la caridad, en cambio es la misma bienaventuranza. Una cosa es imperfecta, comenta Santo Tomás, por doble razón, o porque en si misma tiene defectos o porque es superada en una etapa posterior. En este segundo sentido el conocimiento de Dios en esta vida y la profecía son superados por la visión cara a cara. «La caridad, en cambio, que es amor de Dios, no desaparece sino que aumenta; cuanto más perfectamente se conoce a Dios, más perfectamente se le ama» (Comentario sobre 1 Cor, ad loc.). 
San Pablo repite constantemente el consejo de adquirir la caridad, vinculo de perfección (Col 3,14), como meta esencial del cristiano. Siguiendo su ejemplo los santos han reiterado la misma doctrina; Santa Teresa se expresaba en estos términos: «Sólo quiero que estéis advertidos que para aprovechar mucho en este camino y subir a las moradas que deseamos, no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; y asi lo que más os despertare a amar, eso haced. 
»Quizá no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho; porque no está en el mayor gusto, sino en la mayor determinación de desear contentar en todo a Dios y procurar en cuanto pudiéremos no le ofender y rogarle que vaya siempre adelante la honra y gloria de su Hijo y el aumento de la Iglesia católica. Estas son las señales del amor» (Moradas. IV, cap. 7). 

11-12. «Entonces conoceré como soy conocido»: Según la forma habitual de expresarse en la Biblia se evita repetir el nombre de Dios; el sentido de esta frase es: «Entonces conoceré a Dios como Dios mismo me conoce». 
El conocimiento que Dios tiene de los hombres nO es meramente especulativo, sino que lleva consigo una unión íntima y personal que abarca el entendimiento, la voluntad y todas las aspiraciones nobles de la persona. Así, en la Sagrada Escritura se dice que Dios conoce a un hombre cuando muestra por él una especial predilección (1 Cor 8,3), sobre todo cuando lo ha elegido con vocación cristiana (Gal 4,8). 
La felicidad en el Cielo consiste en ese conocimiento inmediato de Dios. Para mejor entenderlo San Pablo pone el símil del espejo: antiguamente los espejos se hacían de metal, y la imagen que ofrecían era borrosa y oscura. La comparación de todas formas es igualmente comprensible para nosotros, teniendo en cuenta que -como aclara Santo Tomás- en el Cielo «veremos a Dios cara a cara, porque le veremos inmediatamente, tal como cara a cara vemos a un hombre. 
»Y por esta visión nos asemejamos en gran manera a Dios, haciéndonos partícipes de su bienaventuranza: pues Dios comprende su propia sustancia en su esencia y en eso consiste su felicidad. Por eso escribe San Juan (1 Ioh 3,2): Y cuando aparezca.seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (Suma contra los gentiles. 111, 51). 
En relación con este punto, enseña el Magisterio de la Iglesia que, «según la común ordenación de Dios, las almas de todos los santos que salieron de este mundo (...) ven la divina esencia con visión intuitiva y también cara a cara, sin mediación de criatura alguna que tenga razón de objeto visto, sino por mostrárseles la divina esencia de modo inmediato y desnudo, clara y patentemente, y que viéndola asi gozan de la misma divina esencia y que, por tal visión y fruición, las almas de los que salieron de este mundo son verdaderamente bienaventuradas y tienen vida y descanso eterno» (Benedictus Deus). 

13. La fe, la esperanza y la caridad son las virtudes más importantes de la vida cristiana. Se las llama teologales, «porque tienen a Dios por objeto inmediato y principal» (Catecismo Mayor, n. 859), y El mismo las infunde en el alma junto con la gracia santificante (cfr [bid., n. 861). 
La fe y la esperanza no permanecen en el Cielo: la fe es sustituida por la visión beatifica, la esperanza por la posesión de Dios. La caridad, en cambio, perdurará eternamente. 
Al explicar la excelencia de la caridad sobre la fe y la esperanza, Santo Tomás dice que entre las virtudes teologales será mejor la que una más directamente a Dios: «La fe y la esperanza unen a Dios en cuánto que de El nos vienen el conocimiento de la verdad y la posesión del bien; la caridad, en cambio, nos une al mismo Dios para reposar en El, no para que nos venga ninguna otra cosa de El» (Suma Teológica. 11-11, q. 23, a. 6). 


Pablo de Tarso, apóstol. Decapitado en las afueras 
de Roma en el año 67.


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