martes, 5 de agosto de 2014

SUFISMO Y POESÍA

La poesía sufí

La primera lírica española (y occidental) va a ser la islámica de al-Ándalus y es de ella de la que van a beber después los trovadores
Autor: Emilio Ballesteros- Fuente: Prometeo Digital

El sufismo es una manera de vivir (din es la palabra árabe que usan los sufíes para referirse a ella) que lleva implícita una cosmovisión e implica un compromiso de por vida en todos y cada uno de los aspectos y facetas de la existencia. No cabe pues hablar de literatura, poesía, música o danza sufí como si fueran compartimentos estancos, actividades que ocurren al margen del resto y con una finalidad en sí mismas. Todo lo que hace el sufí está orientado a la conquista de la Iluminación, a la apertura espiritual que le permita “contemplar la faz de Allah”, o lo es lo mismo, aniquilar el ego para experimentar con todo el Ser (y no sólo con la mente) la Unidad de todo lo creado, la Unión mística, en la que desaparece la separación entre sujeto que observa y realidad observada.

Así pues, el estudio racional de cualquiera de esas parcelas (en este caso, la poesía) contará siempre con la limitación que su propia naturaleza mental le impone. Podrá ser útil para comprender algunos aspectos intelectuales, lógicos, pero se le escapará lo que tiene de inefable, y en este caso por doble motivo: el de ser poesía y el de ser sufí. Vale aquí reproducir una frase que han repetido muchos sufíes a lo largo de los siglos: “Lo que se puede expresar con palabras no es sufismo”. Dicen Katy Mondaroo e Igor Zabaleta:

El sufismo no es otra cosa que un camino o tariq que comienza con el autoconocimiento. El sufí vuelve al corazón interior y lo usa como vehículo para alcanzar un entendimiento más avanzado. No toma la mente como principio, sino su corazón. Es decir, no usa una vía discursiva, sino sensitiva. Por ello al tasawuuf (sendero del sufí) se le llama El Camino del Corazón.” (Sufismo, La Enseñanza Mística, Madrid, 2005).

Cuento, sin embargo, con una ventaja a la hora de enfocar este trabajo: quiero hablar de poesía que, en mi opinión, es el terreno de lo inefable, lo que está más allá de las palabras de modo que éstas sólo pueden abrir puertas que el corazón tiene que explorar después en territorios donde es el silencio el que llena todo con su poder tan hermoso como terrible. Y para hablar de eso, nada como el sufismo. Tienen tanto en común ambos caminos, ambas posiciones ante la vida, que no temo exagerar si afirmo que gran parte de la poesía que conocemos tiene sus raíces más o menos lejanas (según se mire) en el sufismo. Y es un hecho que este din, puesto que busca el acceso a territorios que pertenecen a la Belleza, utiliza entre sus disciplinas artes como la danza (son de sobra conocidos los derviches danzantes), la música, los cuentos o la poesía, siempre con una sensibilidad singular y una belleza exquisitas debido a ese anhelo de Trascendencia e Infinitud que los mueve.

Para hablar, pues, de poesía sufí, tengo que hablar antes de sufismo, pero sin perder de vista que al hablar de éste, también estoy hablando de su poesía.

Si bien se puede encontrar literatura sufí en distintas lenguas (sobre todo árabe y persa, pero también turco, urdú, bengalí, sindhi e incluso en la actualidad en alguna lengua occidental como el propio español), no hay que olvidar que el lenguaje en sí mismo es un elemento sagrado para el sufismo. Y el árabe, el idioma de la Revelación, es La Lengua por excelencia: dinámica y, en esencia, consonántica, se basa en verbos trilíteros que funcionan como raíces de grandes familias de palabras que pueden llegar a expresar cosas contrarias a un mismo tiempo. El Shaij Abdalqadir As-Sufi (escocés y vivo aún) dice que no es que el Corán naciera del árabe: es el árabe el que nació para el Corán.

Para el sufismo, las propias letras del árabe tienen significados y poder por sí mismas. De ahí que su caligrafía haya adquirido tal altura estética y tanto refinamiento y complejidad. De esta manera, la palabra árabe TASAWUUF, que designa el camino sufí, lleva mensajes en su interior.

La primera letra, T, representa tawba, el arrepentimiento, cuyo paso exterior consiste en guardarse de las malas acciones y obedecer la palabra de Allah expresada en el Libro Revelado, el Corán, mientras que el interior lo realiza el corazón al limpiarse de todos los deseos mundanos y conflictos del nafs (algo parecido al ego, pero más dinámico y contradictorio pues representa por un lado la fortaleza de la razón, que es necesaria para el dominio del mundo fenomenológico, pero, por otro, es la fuente de apegos a lo material, que hay que aniquilar para poder Unirse al Todo y experimentar la Grandeza del Amor Divino).

La segunda, la S, una vez que se alcanza el arrepentimiento, supone el estado de paz y alegría (safá), la ausencia de ansiedad, el “sereno contentamiento” tan característico de los auténticos musulmanes. Para conseguirlo hay dos pasos a seguir: el primero hacia la pureza de corazón y el segundo hacia su centro secreto. Una de las técnicas que los sufíes utilizan para “limpiar” el corazón es el constante recuerdo (dhikr) de Allah mediante el salat (la oración), la repetición del la illaha illa-Llah (no hay más Dios que Dios) y las danzas y ritos concretos de cada tariqa (cofradía) sufí.

La tercera letra, W, simboliza wilaya, el estado de proximidad a Allah. El que ha llegado ahí es consciente de que eso ha ocurrido y está conectado de manera íntima con Allah.

La cuarta y última consonante, F, simboliza a fana, la extinción del ego, (el Nirvana budista es también la Nur Fana, la Luz de la Aniquilación). En este estado, los velos de la realidad se deshacen, los sentidos dejan de engañar y Dios, la Unidad de Todo lo existente, entra a formar parte íntima del propio ser. Es lo que un hadiz (relato de la tradición musulmana, por regla general relacionado con la vida y hechos del profeta Muhammad) muy querido por los sufíes dice con estas palabras:

“el que me ama no cesa de aproximarse a Mí hasta que Yo lo amo, y cuando Yo lo amo, Yo soy el oído por el cual oye, la vista por la que ve, la mano con la que trabaja y el pie con el que avanza.”

Dentro de este contexto, la poesía sufí es otra más de las herramientas con las que el sufí cuenta para su vía iniciática. Ese poder inefable que la palabra poética tiene para conectar de forma poderosa e inexplicable con la misma esencia de las cosas, con las emociones y los sentimientos que nos embargan y nos trasportan con frecuencia a lugares que no pertenecen al tiempo ni al espacio que conocemos, con el misterio que todo lo envuelve y todo lo trasciende, es lo que la hace tan especial para el universo sufí.

La poesía es tan querida y respetada en general en el mundo islámico, y en el árabe en particular, que a menudo los poetas son considerados como profetas y veneradas sus tumbas después de muertos (si bien no hay que confundir ese tipo de veneración con la de los santos cristianos, pues “asociar a otro que Allah” es lo más contrario que un musulmán puede hacer a su credo). Ibn Jaldûn explica en su Muqaddima que en las guerras hechas por los árabes, al frente de las columnas se tocaba música y se recitaban poemas, pues así se excitan las almas de los héroes.

La primera lírica española (y occidental) va a ser la islámica de al-Ándalus y es de ella de la que van a beber después los trovadores (el amor cortés será una derivación del Amor místico sufí) y la lírica europea en general, empezando por la castellana. Primero las moaxahas (muy bien estudiadas, entre otros, por M. Hartmann, Das arabische Strophengedicht: 1, Das Muwassah; Weimar, 1897) que según Ibn Bassâm, traducido por Julián Ribera, fueron inventadas por Mochadme Benmoafa de Cabra (Córdoba) y de cuya estructura se van a encontrar influencias en Guillermo IX de Aquitania (1127), en el Monje de Montaudon (1213) y en distintas líricas europeas (para quien esté interesado en el tema recomiendo el libro: Lo que Europa debe al Islam de España, de Juan Vernet, Barcelona, 2001).

Sin salirnos de los aspectos formales, tenemos después el zéjel, del que han tomarán moldes autores como el Arcipreste de Hita, y las jarchas, cuyas influencias sería largo y prolijo de enunciar aquí y nos desviaría del tema que nos preocupa y a las que habría que sumar las que han llegado a obras tan fundamentales para el pensamiento occidental como las de Sta. Teresa de Jesús y S. Juan de la Cruz o la Divina Comedia de Dante y que autores como Asín Palacios, Roger Garaudy, Enrico Cerulli, etc. estudian a fondo. Para quien quiera conocer más le remito al libro antes mencionado de Juan Vernet que tiene a su vez una extensa bibliografía sobre el particular.

Para el asunto que aquí nos interesa de modo más directo, es preferible centrarnos en los temas que encara gran parte de esa poesía, sufí pues el sufismo tuvo en al-Ándalus uno de sus lugares señeros. Un autor de Badajoz, Ibn al-Sîd (444 de la Hégira, 1052 para la cronología cristiana) escribía:

“¡Cuántas noches has desgarrado el velo de las tinieblas
con ayuda de un vino que brillaba como un astro!”

El motivo del vino y de la copa va a ser uno de los que más se repitan en la poesía que nos ocupa.

Eso ha dado lugar a que lecturas literales de autores como Omar Jayyam, conocido por sus Robaiyyat, lo hayan identificado con un bebedor empedernido en lugar del sufí que era. En esta poesía, el vino es un símbolo que permite acceder a la “embriaguez” de la experiencia mística; es obvio que se trata de un vino que no emborracha ni se bebe en copa. El recipiente es otro símbolo que en Layla y Majnún, de Nizâmî, aparece mencionado con su verdadero significado de una forma bastante evidente, cuando un sabio anciano habla sobre su amada a Majnún, el loco de amor: “una copa milagrosa cuyo cristal refleja el secreto del mundo”. Autores como Paulette Duval, Martín de Riquet, Pierre Ponsoye, etc. polemizan sobre la influencia que este símbolo ejerció sobre el mito del Graal (más conocido como Santo Grial), copa alquímica de la sabiduría. Dice Omar en uno de sus Robaiyyat:

“Ahora que me toca vivir la juventud,
beberé vino porque me complace beberlo;
no me lo echéis en cara; aunque es amargo, es bueno;
tiene que ser amargo, porque amarga es la vida”.

El poeta nos está hablando del mismo dolor que permite a Majnún en su historia de Amor el acceso a la Iluminación, del mismo que es “Viva llama” en los versos de S. Juan de la Cruz y que puede librarle de la cárcel de los sentidos y de las limitaciones del mundo sensorial, engañoso. Es un vino “amargo” que complace beberlo y que puede permitir la “muerte en vida”, el “vivo sin vivir en mí”.

“Aunque sea tu vida feliz junto a tu amada
y disfrutes de todos los placeres del mundo,
lo cierto es que al final te tendrás que marchar:
todo habrá sido un sueño, duró toda la vida” 
(Omar Jaiyyam).

El motivo de la vida como sueño (el mismo que volverá a aparecer en Calderón de la Barca), es otro de los temas recurrentes de la poesía sufí. Y la muerte como despertar.

“Tienes la muerte, amigo, posada
en tu cabeza.
¡Despierta de una vez!
¿Cómo puedes dormir de modo
tan profundo
estando situada
tu casa en una calle tan ruidosa?”

Esta vez es Kabir el que habla, otro de los grandes del sufismo.

Rumi, el gran sufí que fue rector de una Universidad en Kenya, capital de Anatolia (en la actual Turquía) y que dejó cientos de discípulos (entre ellos su hijo Walad) escribió:

“¿Creéis que sé lo que hago,
que por un segundo o incluso medio segundo,
sé que versos saldrán de mi boca?”

Es la poesía como rapto; el poeta está tomado por la inspiración divina y habla cosas que su cabeza a menudo no entiende porque quien habla es el corazón. Dice el proverbio árabe:

“El corazón habla con razones que la razón no entiende”.

Y los sufíes traducen eso a versos. Podrían ser argumentos que hicieran suyos movimientos como el surrealismo o tantos ismos que creen descubrir caminos inéditos desde su “modernidad”. Pero eso ya lo hacían los sufíes hace más de diez siglos, aunque con la diferencia de que ellos se sentían unidos a una tradición que comienza en el Corán y bebe directamente de la Palabra Divina. La suprema visión del sufismo es ver a Dios en todas partes, en cada átomo de la Creación y considerar cada parte como un reflejo de Su Gloria.

“Cada rama, cada hoja y cada fruta revela algún aspecto de la perfección de Dios: el ciprés deja entrever Su majestad; la rosa evoca Su belleza” (Rumi).

Y en esa Belleza y esa Majestad de la Creación, la mujer ocupa un lugar destacado como excelsa teofanía. Por eso en la poesía sufí aparece tantas veces como figura espiritual que se convierte en símbolo de la divinidad y en la Amada que podrá salvarlo del mundo y elevar al poeta hasta la divinidad con el Amor como motor.

También se conoce al sufismo como el Camino del Amor y obras tan representativas como la ya mencionada Layla y Majnún dejan constancia de ello y serán seguidas por multitud de otras en las que, unas veces con el nombre de Beatriz (Dante), otras con el de Laura (Petrarca), Ligeia o Leonor (Allan Poe), Dulcinea (El Quijote, Cervantes), vuelve a aparecer, como aparece en el canto de los trovadores a partir del Renacimiento, en óperas de Wagner o en el Fausto de Goethe en el romanticismo…, tomando siempre la misma visión que anticipó el sufismo: la mujer elevada por encima de todos los mortales y como vía hacia la perfección y la salvación. Habrá incluso destacadas mujeres sufíes que escriban poesía, la más conocida de todas tal vez Rabi´a, que dice en uno de sus poemas:

“La fuente de mi soledad y sufrimiento está en lo profundo de mi corazón.
Es una enfermedad que ningún médico puede curar.
Sólo la Unión con el Amigo la puede curar”.

En el sufismo, como en gran parte del Islam, se va a anticipar también lo que será el prototipo del hombre renacentista, que occidente muestra tan orgulloso en genios de la talla de Leonardo, capaces de ser buenos en varias disciplinas a la vez. Sólo que eso mismo ocurría desde varios siglos antes en la cultura islámica con nombres como Avicena, Ibn Jaldúm, Ibn al Jatib, Ibn ´Arabí, sufíes muchos de ellos, que podían ser a la vez buenos médicos, matemáticos, historiadores, filósofos, poetas…

Ibn ´Arabí, murciano (de al- Andalus), fue uno de los que mejor supieron sistematizar y acercarse con palabras al misterio insondable del sufismo. Gran parte de la tradición sufí es oral y no está recogida en libros; pero los hay también numerosos y buenos, algunos de ellos recopilaciones de tradiciones orales, como los que protagoniza Nasrudín, personaje que rezuma a la vez humor y profundidad, y que pueden leerse como mero entretenimiento, como honda reflexión, o como camino hacia el silencio interior (que es la meta del sufí).

Libros como El tratado de la Unidad de Ibn ´Arabí, escritos hace casi mil años, todavía pueden leerse y parecer incluso más modernos que mucho de lo se escribe en la actualidad. Es Ibn ´Arabí quien dice en uno de sus poemas:

Y entre las cosas más maravillosas hay una gacela con velo, que avisa con dedos rojos de alheña y parpadea. Una gacela cuyo pasto está entre las costillas y entre las entrañas; ¡oh maravilla!, ¡un jardín en medio de fuegos!

Y también es este mismo autor el que nos dice en su Tratado de la Unidad:

Si alguien pregunta: “Afirmas la existencia de Allah y niegas la existencia de todo (fuera de Él); ¿qué son, pues, esas cosas que vemos?”, la respuesta es: estas discusiones se dirigen a aquel que no ve nada fuera de Allah. En cuanto a aquel que ve algo fuera de Allah, no tenemos nada con él, ni pregunta ni respuesta, pues no ve más que lo que ve; mientras que el que conoce su “proprium” no ve nada más que Allah (en todo lo que ve). El que no conoce su “proprium” no ve a Allah pues todo recipiente no deja filtrar más que lo que contiene.

Es cierto que nadie puede hacerse sufí sólo con libros. Como en cualquier sendero espiritual (y en este caso más, si cabe) hace falta la guía de un maestro; si bien los maestros sufíes abren camino pero dejan que sus discípulos los continúen por su cuenta. Cuenta Walad, el hijo de Rumi, que su padre, tras conocer a Sahms (el que sería su Maestro), danzó todo el día y cantó toda la noche. Había sido un erudito y se convirtió en un poeta y se embriagó de amor. Había encontrado por fin al Amado, se le había mostrado por fin la gloria de su propia alma.

No obstante, sí que cualquier ser humano puede aprender mucho de la vasta producción literaria sufí, que se extiende a lo largo de muchos pueblos y épocas, y es a la vez actual siempre porque sus temas, desde los comienzos, son universales y atemporales. Por eso al leerlos siglos después, recobran su valor de actualidad, se convierten en creaciones nuevas adaptadas a las distintas culturas y tiempos a que se dirigen y ofrecen siempre una visión fresca de la realidad espiritual. Desde su fuente original, el Corán, hasta el más actual de los poetas sufíes que pueda haber en estos tiempos, cada verso, cada palabra está en la búsqueda de la Inocencia Primigenia, en la indagación de la Transparencia Suprema que pueda llevar con la energía del Amor hasta la disolución en la Luz de la Totalidad, la Unión con el Amado.

Y puesto que el Corán es la fuente primera de todo sufismo (y tiene también varios niveles de lectura; algunos estudiosos hablan hasta de nueve, aunque a un sufí le basta con la exterior –a la luz de la razón- y con la interior, del Corazón), quiero cerrar este artículo con dos de las aleyas pertenecientes a la Sura de la Luz, una de las más queridas por los sufíes, y que es también un hermoso poema:

Allah es la luz de los cielos y la tierra. Su luz es como una hornacina en la que hay una lámpara; la lámpara está dentro de un vidrio y el vidrio es como un astro radiante. Se enciende gracias a un árbol bendito, un olivo que no es ni oriental ni occidental, cuyo vértice casi alumbra sin que lo toque el fuego. Luz sobre luz. Allah guía hacia su Luz a quien quiere. Allah llama la atención de los hombres con ejemplos y Allah conoce todas las cosas. De Allah es la soberanía de los cielos y la tierra, hacia Él hay que volver.


* Emilio BALLESTEROS, poeta y ensayista granadino, dirige la revista Alhucema. 
Es Miembro Corresponsal de la Asociación Prometeo de Poesía.

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