miércoles, 11 de noviembre de 2015

LA LLUVIA Y LOS RINOCERONTES - THOMAS MERTON

La lluvia y los rinocerontes (1968)

POR THOMAS MERTON (*)

Permítanme decir esto antes de que la lluvia se convierta en una utilidad que ellos puedan planificar y distribuir a cambio de dinero. Por “ellos” me refiero a las personas que no pueden entender que la lluvia es un festival, que no aprecian su gratuidad, que piensan que lo que no tiene precio, no tiene valor, que lo que no puede venderse no es real, por lo tanto el único modo de tornar algo real es colocarlo en el mercado. Vendrá el tiempo en que ellos te venderán incluso tu lluvia. Por el momento todavía es gratuita, y yo estoy en ella. Celebro su gratuidad y que no signifique nada. 

La lluvia a la que me refiero no es como la lluvia de las ciudades. Llena los bosques con un sonido inmenso y confuso. Cubre el techo plano de la cabaña y su porche con ritmos irregulares y persistentes. Y yo escucho, porque me recuerda una y otra vez que todo el mundo se maneja por ritmos que aún no aprendí a reconocer, ritmos que no son los mismos que los de la ingeniería.

Anoche subí hasta aquí desde el monasterio, chapoteando por los maizales, recé las Vísperas, y puse un poco de avena en la cocina Coleman para cenar. Hirvió hasta llegar al borde mientras yo escuchaba la lluvia y tostaba un pedazo de pan sobre los leños. La noche se tornó muy oscura. La lluvia rodeó toda la cabaña con su enorme virginal mito, todo un universo de significado, de misterio, de silencio, de rumor. Imagínense: todo ese discurso cayendo torrencialmente, sin vender nada, sin juzgar a nadie, empapando el mantillo de hojas muertas, penetrando los árboles, llenando los surcos y ranuras de la madera con agua, ¡bañando las laderas que los hombres han despojado! ¡Qué cosa es sentarse absolutamente solo, en el bosque, de noche, valorado por este discurso maravilloso, ininteligible, perfectamente inocente, el discurso más reconfortante del mundo, las palabras que la lluvia pronuncia por sí misma sobre todos los contrasurcos, y las palabras de los cursos de agua ocupando
completamente todos los surcos!

Nadie la inició, nadie va a detenerla. Hablará tanto como ella quiera esta lluvia. Mientras ella hable, yo voy a escucharla. Pero también me iré a dormir, porque aquí en este ambiente natural he aprendido cómo dormir nuevamente. Aquí no soy un extraño. Los árboles que conozco, la noche que conozco, la lluvia que conozco.
Cierro mis ojos e instantáneamente me sumerjo en todo el mundo lluvioso del que formo parte, y el mundo continúa, conmigo en él, no soy ajeno a él. Soy ajeno a los ruidos de las ciudades, de la gente, a la ambición de las máquinas que no duermen, al zumbido del poder que devora la noche. Donde se desprecia a la lluvia, a la luz del sol y a la oscuridad, yo no puedo dormir. No confío en nada que se haya fabricado para reemplazar el clima de los bosques o las praderas. No puedo tener confianza en lugares donde primero se contamina el aire y luego se limpia, donde primero el agua es envenenada para luego suprimir su peligro con otros venenos. No existe nada en el mundo de los edificios que no esté fabricado, y si un árbol entra a los edificios de departamentos por equivocación, se lo adapta para crecer químicamente. Se le da una razón específica para existir. Le colocan un cartel que dice que está allí porque es saludable, por su belleza, por la perspectiva; que está por la paz, por la prosperidad; que fue plantado por la hija del intendente. Todo esto es un engaño. La ciudad misma se alimenta de su propia falsedad. En vez de despertarse y existir en silencio, la gente de la ciudad prefiere un sueño pertinaz e inventado, no les importa ser una parte de la noche, o solamente del mundo. Han construido un mundo afuera del mundo, contra el mundo, un mundo de ficciones mecánicas que desprecian a la naturaleza y buscan sólo agotarla, de este modo evitando que ella y el hombre se renueven.

Claro que el festival de lluvia no puede detenerse, ni siquiera en la ciudad. La mujer de la despensa corretea por la acera con un diario sobre su cabeza. Las calles, de pronto lavadas, se volvieron transparentes y cobraron vida, y el ruido del tránsito se vuelve la salpicadura de manantiales. Uno pensaría que el hombre urbano bajo una lluvia torrencial tendría en cuenta a la naturaleza en su lluvia y en su frescura, su bautismo y su renovación. Pero la lluvia no trae renovación a la ciudad, prosigue con el clima de mañana, y el brillo de las ventanas de los altos edificios no tendrá entonces nada que ver con el nuevo cielo. Toda la “realidad” permanecerá en algún lugar dentro de esas paredes, calculándose y vendiéndose con una determinación fantásticamente compleja. Mientras tanto los obsesionados ciudadanos se zambullen a través de la lluvia soportando la carga de sus obsesiones, apenas más vulnerables que
antes, pero todavía solamente apenas concientes de las realidades externas. Ellos no ven que las calles brillan espléndidamente, que ellos mismos están caminando sobre las estrellas y el agua, que están corriendo en los cielos para alcanzar un colectivo o un taxi, para refugiarse en algún lugar ante la presión de seres humanos irritados, de los rostros de los anuncios publicitarios y del débil y estúpido sonido de la música no identificada. Pero ellos deben saber que existe la lluvia afuera. Tal vez hasta la sientan. No puedo decirlo. Sus quejas son mecánicas y sin espíritu. 

Naturalmente nadie puede creer las cosas que ellos dicen sobre la lluvia. Todo implica una mentira básica: sólo la ciudad es real. Ese clima, que no es planificado, que no es fabricado es una impertinencia, un impedimento sobre la faz del progreso. (Sólo una simple, pequeña operación, y todo el caos puede convertirse en algo relativamente tolerable. Dejen que la lluvia sea un negocio. Esto le dará seriedad.)

Thoreau se sentaba en su cabaña y criticaba las vías del ferrocarril. Yo estoy sentado en la mía y me pregunto si el mundo, en fin, ha progresado. Debo leer Walden una vez más y ver si Thoreau ya había acertado en pensar que él formaba parte de lo que él consideraba no había escapatoria. Pero no es una cuestión de “escapar.” No es ni siquiera una cuestión de protestar en voz alta. La tecnología está aquí, aún en una cabaña. Es verdad que el sistema eléctrico no está aquí todavía, y por lo tanto General Electric no está todavía aquí tampoco. Cuando el sistema eléctrico y General Electric entren a mi cabaña del brazo, nadie será culpable excepto yo. Lo acepto. No estoy haciéndole creer nada a nadie, ni siquiera a mí mismo. Soportaré sus engaños y su autocomplacencia condescendiente en silencio. Les dejaré pensar que ellos saben qué estoy haciendo yo aquí.

Ellos están convencidos de que yo me estoy divirtiendo. 

Ya me di cuenta de golpe con mi linterna Coleman. Hermosa lámpara. Quema gas blanco y hace un ruido feroz pero emite una espléndida luz verde con la que leo Filóxenes, un ermitaño sirio del siglo seis. Filóxenes cuadra con la lluvia y el festival de la noche. Más de esto, después. Mientras tanto: ¿qué me dice mi linterna Coleman? (La filosofía de Coleman está impresa en la caja de cartón que (con sentimiento de culpa) no barnicé, como se suponía que debía hacer, y que arrojé al leñero detrás de los gruesos leños de nogal americano.) Coleman dice que la luz es buena y tiene sus razones para decirlo: “Extiende los días para dar más horas de diversión”.

¿No puedo estar en el bosque sin ninguna razón en especial? ¡Simplemente estar en el bosque, de noche, en la cabaña es algo demasiado excelente como para justificarlo o explicarlo! Simplemente es. Siempre hay algunas pocas personas que están en el bosque de noche, bajo la lluvia (porque si no estuvieran, el mundo se habría terminado), y yo soy una de ellas. No nos estamos divirtiendo, no estamos “haciendo” nada, no estamos “extendiendo nuestros días,” y si nos divirtiéramos, la diversión no estaría medida en horas. Aunque, de hecho eso es lo que la diversión pareciera ser: un estado de excitación difusa que puede medirse por reloj y “extenderse” con un aparato.

No hay reloj que pueda medir el discurso de la lluvia que cae toda la noche sobre el bosque inundado y solitario. 

Claro que a las tres de la mañana el avión del Comando Aéreo Estratégico pasa con sus luces rojas como guiños bajo las nubes, a poca altura para echar un vistazo sobre las cumbres boscosas del lado sur del valle, cargado de potentes medicinas. Muy potentes, lo suficientemente potentes como para quemar todos estos bosques y extender nuestras horas de diversión hasta la eternidad.

Y esto me lleva a Filóxenes, un sirio que se divertía en el siglo seis, sin el beneficio de los aparatos, y menos aún de los disuasivos nucleares.
Filóxenes en su novena memra (sobre la pobreza) a los que viven en soledad, dice que no existe ninguna explicación ni justificación para la vida en soledad, ya que esto está fuera de la ley. Ser contemplativo es entonces estar fuera de la ley. Como Cristo. Como Pablo. 

El que no está "solo", dice Filóxenes, no ha descubierto su identidad. Parece estar solo, tal vez, porque tiene la experiencia de sí mismo como "un individuo". Pero porque está voluntariamente encerrado y limitado por las leyes e ilusiones de la existencia colectiva, no tiene más identidad que un niño no nacido en el vientre de su madre. No es todavía conciente. Se encuentra ajeno a su propia verdad. Tiene sentidos pero no puede usarlos. Tiene vida pero no identidad. Para tener una identidad, debe estar despierto, y conciente. Pero para estar despierto, debe aceptar la vulnerabilidad y la muerte. No por ellas mismas: no las que proceden del estoicismo o de la desesperación – sino por la realidad interior invulnerable que no podemos reconocer (la cual sólo podemos ser), pero a la cual nos despertamos sólo cuando vemos la irrealidad de nuestra corteza vulnerable. El descubrimiento de este yo interior es un acto y una afirmación de la soledad.

Ahora si consideramos nuestra corteza vulnerable como nuestra identidad verdadera, si pensamos que nuestra máscara es nuestra cara verdadera, la protegeremos con invenciones aún a costa de violar nuestra propia verdad. Éste parece ser el propósito colectivo de la sociedad: cuánto más esfuerzo los hombres le dedican, con mayor certeza se convierte en una ilusión colectiva, hasta que al final todos tenemos la dinámica enorme, obsesiva, incontrolable de las invenciones diseñadas a proteger las meras identidades ficticias –“los seres mismos”, es decir, considerados objetos. Seres que pueden a distancia verse a sí mismos divirtiéndose (una ilusión que los tranquiliza asegurándoles que ellos son reales). 

Ésta es la ignorancia que es considerada el fundamento axiomático de todo el conocimiento en la colectividad humana: para poder uno experimentar ser real, uno debe suprimir la conciencia de contingencia, de irrealidad, de estado de necesidad radical. Esto se hace creando una conciencia de uno mismo como alguien que no tiene necesidad de algo que no puede satisfacerse inmediatamente. Básicamente esta es una ilusión de omnipotencia: una ilusión que la colectividad humana se arroga a sí misma y consiente en compartir con los individuos miembros de la colectividad en tanto y en cuanto ellos se sometan a sus invenciones más centrales y más rígidas. 

Uno tiene necesidades, pero si sabemos comportarnos y conformarnos podemos participar del poder colectivo. Entonces podemos satisfacer todas nuestras necesidades. Mientras tanto, para poder aumentar el poder sobre uno, la colectividad incrementa nuestras necesidades. También restringe su demanda a la conformidad. De este modo, podemos pasar a estar más comprometidos con la ilusión colectiva en tanto y en cuanto pasemos a estar más irremediablemente hipotecados por el poder colectivo. 

¿Cómo funciona esto? La colectividad informa y da forma a nuestra voluntad hacia la felicidad (”divertirse”) presentándonos imágenes irresistibles nuestras de cómo nos gustaría ser: divirtiéndonos de modo que sea tan perfectamente creíble que no permita ningún tipo de interferencia de duda conciente. En teoría pasarla tan bien puede ser tan convincente que nosotros ya no nos damos cuenta de ni siquiera una remota posibilidad que pudiera cambiarse por algo menos placentero. En la práctica, la diversión costosa da lugar a la duda, que engendra una nueva necesidad ya germinada, la cual luego exige una mejora de satisfacción aún más creíble y más costosa, la cual nuevamente nos falla. El final del círculo es la desesperación. 

Debido a que habitamos en un útero de ilusión colectiva, nuestra libertad permanece abortiva. Nuestras capacidades para la alegría, la paz y la verdad nunca son liberadas. Nunca pueden ser utilizadas. Somos prisioneros de un proceso, una dialéctica de falsas promesas y verdaderas decepciones que terminan en algo inútil.

“El niño no nacido,” dice Filóxenes, “ya es perfecto y está completamente constituido en su naturaleza, con todos sus sentidos y miembros, pero no puede hacer uso de ellos en sus funciones naturales, porque, dentro del vientre materno, no puede fortalecerlos o desarrollarlos para ese uso.”

Ahora, como todas las cosas tienen su temporada, hay un tiempo para ser no nacido. Debemos comenzar, en verdad, en el vientre social. Hay un tiempo para el calor dentro del mito colectivo. Pero también hay un tiempo para nacer. El que ha “nacido”
espiritualmente como una entidad madura queda liberado del vientre circundante de mito y prejuicio. Aprende a pensar por sí mismo, guiado no ya por los mandatos de la necesidad y por los sistemas y procesos diseñados para crear necesidades artificiales y luego “satisfacerlas”.

Esta emancipación puede tomar dos formas: una, la de la vida activa, que se libera a sí misma de la esclavitud de la necesidad al considerar y atender las necesidades de otros, sin pensar en el interés personal o algo a cambio. Y la segunda, una vida contemplativa, la cual no debe interpretarse como una huída del tiempo y de las cosas, de la responsabilidad social y de la vida de los sentidos, sino más bien, como un paso adelante a la soledad y al desierto, una confrontación con la pobreza y la anulación, una renuncia al yo empírico, en presencia de la muerte y de la nada, para poder superar la ignorancia y el error que surgen del miedo a “ser nada.” El hombre que se atreve a estar solo puede llegar a ver que el “vacío” y la "inutilidad” para el encuentro con la verdad. 

Es en el desierto de la soledad y el vacío que el miedo a la muerte y la necesidad de auto-afirmación se ven como ilusorios. Cuando uno se enfrenta a esto, entonces no necesariamente se vence a la angustia, pero puede aceptarse y entenderse. Así, en el corazón de la angustia pueden encontrarse los dones de paz y de comprensión: no simplemente por la liberación e iluminación personal, sino por el compromiso y la empatía, ya que la contemplación tiene que asumir la angustia universal y la condición ineludible del hombre mortal. El ser solitario, lejos de encerrarse en sí mismo, llega a ser cada hombre. Habita en la soledad, la pobreza, la indigencia de cada hombre.

Es en este sentido que el ermitaño, de acuerdo con Filóxenes, imita a Cristo. Porque en Cristo, Dios toma para Sí la soledad y el abandono del hombre: de cada uno de los hombres. Desde el momento en que Cristo salió al desierto para ser tentado, la soledad, la tentación y el hambre de cada hombre pasó a ser la soledad, la tentación y el hambre de Cristo. Pero a cambio, el don de la verdad, con la cual Cristo disipó los tres tipos de ilusión que se le ofrecieron en su tentación (seguridad, prestigio y poder), puede convertirse también en nuestra propia verdad, si tan sólo nosotros podemos aceptarla. También se nos ofrece a nosotros en tentación. “Ustedes también
salgan al desierto,” decía Filóxenes, “llevando nada del mundo con ustedes, y el Espíritu Santo irá con ustedes. Vean la libertad con la que Jesús avanzó, y avancen ustedes como Él –vean adónde dejó las normas de los hombres; dejen las normas del mundo donde él dejó la ley, y salgan con él a luchar contra el poder del error”.

Y ¿adónde está el poder del error? Encontramos que después de todo no estaba en la ciudad, sino en nosotros mismos. 

Hoy las percepciones de Filóxenes han de buscarse menos en los tratados de los teólogos que en las meditaciones de los existencialistas y en el Teatro del Absurdo. El problema de Berenger en El Rinoceronte de Ionesco, es el problema de la persona humana desamparada y sola en lo que amenaza volverse una sociedad de monstruos. En el siglo seis Berenger podría tal vez haber salido al desierto de Scete, sin preocuparse demasiado por el hecho de que todos sus conciudadanos, todos sus amigos y hasta su novia Daisy, se habían convertido en rinocerontes.

El problema hoy es que no hay desiertos, sólo casas de vacaciones. 

Las islas desiertas son lugares donde los perversos personajes infantiles de El señor de las moscas se encuentran cara a cara con El señor de las moscas, forman una pequeña, hermética, feroz colectividad de rostros pintarrajeados, y se arman con lanzas para darle caza al último miembro de su grupo quien recuerda con nostalgia las posibilidades del discurso racional. 

Cuando Berenger de pronto descubre que él es el último humano en una manada de rinocerontes y se mira en el espejo y dice, con suficiente humildad: “Después de todo, el hombre no es tan malo como todo eso, ¿verdad?” Pero ahora la estampida de sus conciudadanos metamorfoseados hace temblar vigorosamente a su mundo, y pronto él advierte que la estampida misma es el más elocuente y trágico de los argumentos. Porque cuando considera salir a la calle “para intentar convencerlos,” se da cuenta de que él “tendría que aprender su lenguaje.” Se mira al espejo y ve que ya no se parece a nadie. Busca enloquecido una foto de la gente como era antes del gran cambio. Pero ahora la humanidad se ha tornado increíble y a la vez espantosa. Ser el último hombre en una manada de rinocerontes es, en realidad, ser un monstruo. 

Este es el problema en el que Ionesco nos sitúa en su trágica ironía: soledad y disenso se vuelven cada vez más imposibles, cada vez más absurdos. El hecho de que Berenger finalmente acepte su absurdo y salga rápidamente a desafiar a toda la manada sólo pone de relieve lo inútil de entregarse a la rebelión. Al mismo tiempo en El nuevo inquilino (Le Nouveau Locataire), Ionesco describe el absurdo de un individualismo lógicamente consistente que, en realidad, es un autoaislamiento como consecuencia de la pseudo-lógica de necesidades y posesiones proliferantes. 

Ionesco se quejó de que la producción en Nueva York de El rinoceronte como una farsa fue un total malentendido de su intención. Es una obra no sólo contra el conformismo sino acerca del totalitarismo. El rinoceronte no es una bestia amable, que si se encuentra merodeando, la diversión se termina y las cosas se empiezan a poner serias. Todo tiene que tener sentido y ser totalmente útil al manejo absolutamente obsesivo. Al mismo tiempo Ionesco fue criticado por no dar al público “algo positivo” para llevarse de la obra, en vez de solamente “rechazar la aventura humana.” (Presumiblemente la “rinoceritis” ¡es lo último en aventuras humanas!) El respondió: “Ellos (los espectadores) se van vacíos –y esa era mi intención. ¡Es el trabajo de un hombre libre recuperarse de este vacío mediante su propio poder y no por el poder de otras personas! En esto Ionesco se acerca mucho al Zen y al eremitismo cristiano.

“En todas las ciudades del mundo es igual,” dice Ionesco. “El hombre universal y moderno es el hombre que corre (es decir, un rinoceronte), un hombre que no tiene tiempo, que es prisionero de la necesidad, que no puede entender que una cosa tal vez podría existir sin tener una utilidad, ni tampoco entiende que, en el fondo, es lo útil lo que puede resultar una carga inútil y agotadora. Si uno no comprende la utilidad de lo inútil y la inutilidad de lo útil, uno no puede entender el arte. Y un país donde no se entiende el arte es un país de esclavos y robots.” (Notes et Contre Notes, p.129) La rinoceritis, agrega, es la enfermedad que aguarda “a aquellos que perdieron el sentido y el gusto por la soledad.” 

El amor a la soledad es algunas veces condenado como "el odio a nuestro prójimo.” Pero ¿es esto verdad? Si llevamos un poco más adelante nuestro análisis del pensamiento colectivo, encontraremos que la dialéctica del poder y la necesidad, de la sumisión y la satisfacción, termina siendo una dialéctica del odio. El colectivismo necesita no sólo absorber a todos los que pueda, sino además implícitamente odiar y destruir a aquellos que no puedan ser absorbidos. Paradójicamente, una de las necesidades del colectivismo es rechazar ciertas clases, razas, o grupos para fortalecer su propia conciencia odiándolos en vez de absorbiéndolos. 

De este modo, el solitario no puede sobrevivir a menos que sea capaz de amar a todos, sin preocuparse por el hecho de que todos posiblemente lo consideren un traidor. Sólo el hombre que ha alcanzado plenamente su propia identidad espiritual puede vivir sin la necesidad de matar, y sin la necesidad de una doctrina que le permita hacerlo con la conciencia tranquila. Siempre habrá un lugar,dice Ionesco, "para aquellas conciencias aisladas que adhieren a la conciencia universal" como opuestas a la mente masificada. Pero su lugar es la soledad. No existe ningún otro. Por lo tanto es la persona solitaria (ya sea en la ciudad o en el deserto) quien le hace el favor inestimable a la humanidad de recordarle su verdadera capacidad para madurar, para la libertad y la paz.

A mí me suena mucho como lo que decía Filóxenes. 

Y me suena como lo que dice la lluvia. Todavía llevamos esta carga de ilusión porque no nos atrevemos a dejarla de lado. Sufrimos todas las necesidades que la sociedad nos requiere sufrir, porque si no tenemos estas necesidades, perdemos nuestra "utilidad” en la sociedad -la utilidad de los imbéciles. Tememos estar solos y ser nosotros mismos, y de esa manera recordarles a los demás de la verdad que existe dentro de ellos.

“Ustedes no sean como los hombres ricos que tienen necesidad de tantas cosas,” dijo Filóxenes (poniendo las palabras en los labios de Cristo), “sino verdaderos hombres ricos que no tienen necesidad de nada. Ya que no es el que tiene muchas posesiones el que es rico, sino el que no tiene necesidades.” Obviamente, siempre tendremos alguna necesidad. Pero sólo aquel que tiene las necesidades más simples y más naturales puede considerarse como el que no tiene necesidades, ya que las únicas necesidades que tiene son las auténticas, y las auténticas no son difíciles de satisfacer ¡si uno es un hombre libre!

La lluvia cesó. Los rayos de sol de la tarde pasan inclinados a través de los pinos: y ¡qué aroma tienen esas hojas sin utilidad en el aire claro!

Un diente de león, completamente fuera de estación, abrió sus flores entre las hojas rotas de los lirios del último día de verano. El valle resuena con el rumor vacío de información de los arroyos y desenfrenadas aguas.

Luego las codornices comienzan su dulce silbido en los arbustos mojados. Su sonido no tiene absolutamente ninguna utilidad, al igual que el deleite que me provocan. No hay nada que preferiría escuchar, no porque sea un sonido mejor que otros, sino porque es la voz del momento presente, del presente festival. 

Sin embargo, todavía aquí la tierra tiembla. Más allá en Fort Knox el rinoceronte se está divirtiendo.

(*) THOMAS MERTON. Thomas Merton (Prades, Francia, 1915 - Bangkok, 1968), monje trapense, poeta y pensador estadounidense. Está considerado como uno de los escritores sobre espiritualidad más influyentes del siglo XX.
Nació en Prades, Francia. Su padre era originario de Nueva Zelanda y su madre originaria de Estados Unidos. Su madre falleció cuando él era niño. La infancia de Merton fue inestable en cuanto a su residencia, pues vivió en Francia, en las Bermudas, en Estados Unidos y en Inglaterra. 
En Inglaterra, estudió en la Universidad de Cambridge. Terminó sus estudios en la Universidad de Columbia,Estados Unidos. Por último, realizó su tesis de doctorado con el título de "La naturaleza y el arte en William Blake". Influido por los autores de sus libros e impulsado por una llamada interior a unirse con Dios, se convirtió al catolicismo en el año 1938.
Ejerció docencia en Inglés en la Universidad de San Buenaventura y trabajó en un centro católico del barrio de Harlem en Nueva York. En 1941, ingresó la abadía trapense de Nuestra Señora de Getsemaní en Kentucky. Se ordenó sacerdote en 1949 y adoptó el nombre de padre Luis.
La montaña de los siete círculos (1948), su autobiografía, es su obra más famosa, traducida a veintiocho lenguas. 
También escribió Las aguas de Siloé (1949) y El signo de Jonás (1953), dos volúmenes sobre la vida de los trapenses; Semillas de contemplación (1949) y La vida silenciosa (1957), libros de meditación, así como varios libros de poesía Figuras para un Apocalipsis (1947), Las lágrimas de los leones ciegos (1949) y Las islas extranjeras (1957).
Durante sus 27 años en Getsemaní, Merton se convirtió en un escritor contemplativo y poeta, y se abrió al diálogo con otras religiones, apoyando causas como el pacifismo y los movimientos antirracistas. 
En 1959 conoció al sacerdote y poeta nicaragüense Ernesto Cardenal al arribar éste al monasterio. Después del regreso de Cardenal a Nicaragua, Merton sostuvo con él una activa correspondencia epistolar hasta su muerte. La relación que se dio entre ellos, fue de padre espiritual y devoto. 
En 1964 escribió el manifiesto "Mensaje a los Poetas" como adhesión al Movimiento Nueva Solidaridad creado por el poeta argentino Miguel Grinberg, quien posteriormente tradujo al castellano sus libros El hombre nuevo, Pan en el desierto, Místicos y maestros Zen, Diario de un ermitaño, Ascenso a la verdad y Cartas a los escritores. 
Merton murió en un accidente en 1968 mientras asistía a una conferencia entre cristianos y budistas en Bangkok. Se encuentra sepultado en el monasterio de Getsemaní.
Sus diarios y cartas, que por expreso deseo de Merton no se publicaron hasta 25 años después de su muerte, revelan la intensidad de su compromiso con el movimiento por los derechos civiles, la justicia social y el diálogo interreligioso.

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