jueves, 7 de enero de 2016

IBN BAYYÁ (AVEMPACE): DE EMPÉDOCLES A LA ALQUIMIA - EL FUEGO INTERNO DEL MUNDO

El fuego en la alquimia vegetal de Ibn
Bayyá (Avempace)

No es concebible la transformación de materia alguna sin el fuego y, por ende, tampoco la transmutación de la propia alma hasta ser purificada de su
mancha original

por Ángel Alcalá Malavé (*)

Para comprender en toda su dimensión y profundidad el tratado Sobre las plantas del zaragozano Ibn Bayyá, es preciso retroceder en la Historia de la Filosofía hasta los presocráticos, y más concretamente, a Empédocles, pues no por casualidad, el gran filósofo árabe que reformuló al filósofo de Agrigento decidió adoptar como sobrenombre Pseudo-Empédocles. Y tampoco fue casualidad que de todo el árbol cosechado por su abundante sabiduría, retornara en todo su fulgor uno de sus conceptos más jugosos: el fuego. Porque no es concebible la transformación de materia alguna sin él –incluido el mundo vegetal-, y por ende, tampoco la transmutación de la propia alma hasta ser purificada de su mancha original: que no otra cosa persiguieron los auténticos alquimistas, y la famosa transformación del plomo en oro que llegó a oídos del vulgo, no fue sino la evidencia física de esta eterna verdad.

De Empédocles a Teofrasto

Con toda seguridad, si hubiera perdurado el poema de seis mil versos que Empédocles tituló Sobre la medicina, habría sido mucho más fácil recomponer todas las piezas de su pensamiento, esbozado en los fragmentos conservados de sus otros dos libros que han llegado a la posteridad: Sobre la Naturaleza de los seres, y Las purificaciones, muy
comentados por todos los filósofos posteriores a él, desde Platón, Aristóteles o los neoplatónicos, y una vez traducidos, también por los filósofos musulmanes; y después Santo Tomás, la Escolástica, y todo el mundo europeo. Hasta tal punto esto es así, que aún en este comienzo de siglo XXI ha dejado huella el ensayo sobre Empédocles y la tradición pitagórica de Peter Kingsley, donde de nuevo reinterpreta uno de los mayores misterios de la Filosofía Antigua: ¿A qué cuatro elementos asigna Empédocles el nombre cambiante de los dioses mitológicos?

No es éste el objeto de este artículo, pero sí incidir en la pertenencia del sabio agrigentino –filósofo, poeta, sanador, con dotes proféticas…es decir, un anthropos teleios- a la áurea cadena de la filosofía hermética, como creo haber demostrado en mi ensayo Origen alquímico de la homeopatía y terapia floral: de Egipto a Platón, de al-Ándalus a Edward Bach (ed. Bubok, 2011). Pues es desde estos presupuestos como entendemos con mayor amplitud y profundidad su concepto del mundo, así como las ramas de un árbol se explican desde una misma raíz.

Así, por ejemplo, cuando Empédocles afirma “como Cypris después de empapar la tierra con agua, actuando sobre las formas, las expuso al fuego ágil para endurecerlas” (frag. 73), haciendo ya alusión a la enorme importancia del fuego existente en las entrañas de la Tierra.

O en estos otros versos, donde expone la teoría de atracción entre los símiles: “…Así lo dulce se apodera de lo dulce, lo amargo de lo amargo, lo picante de lo picante, y locálido de lo cálido” (frag. 90). “Pues vemos la tierra por la tierra, el agua por el agua, el aire por el aire celeste, el fuego igualmente por el fuego destructor, el amor por el amor, y el odio por el funesto odio” (frag.109).

Teofrasto, al que tanto deberán los estudios botánicos posteriores, al comentar el tema de los sabores desarrollado por Demócrito, afirmará: “Demócrito, que relaciona cada gusto con una figura de los átomos, dice que lo dulce depende de los átomos redondos y de tamaño mediano; lo acre, de átomos grandes, ásperos, con muchos ángulos y no redondeados; lo ácido, como su nombre lo indica, de los que son agudos en cuanto a su masa, angulosos, curvos, tenues y no redondeados; lo agrio, de átomos redondos, tenues, angulosos y curvos; lo salado, de átomos angulosos, de tamaño mediano, tortuosos, aunque con partes iguales; lo amargo, de los redondeados, lisos, con cierta curvatura y de tamaño pequeño; lo graso, de los tenues, redondos y pequeños” (Teofrasto, De causa plant. VI, 1, 6). 

Como puede deducir el lector, entre el mundo invisible de las Ideas propuesta por Platón, y el de la percepción demostrable a través de los sentidos defendida por Aristóteles, todas estas categorías tendrán su peso e importancia, y serían consideradas por Ibn Bayyá no sólo en su teoría botánica.

Porque es merced a ese fuego interno del mundo, de ritmo lento y contínuo –proseguimos con Empedocles-, como “la tierra bienhechora recibió en sus vastos crisoles de ocho, dos partes del resplandor de Nestis, y cuatro de Hefaistos: y esto convirtió los huesos en blancos, unidos de una manera maravillosa por los cimientos de la armonía” (frag. 96).

El fuego central de las entrañas de la Tierra ya fue previamente formulado por los pitagóricos occidentales del siglo V. a.C. Un fuego donde unos siglos antes, el gran poeta Homero –el primero en hablar de la “áurea cadena”- situó el Tártaro en su Ilíada, y que también recibiría otras denominaciones igualmente sugerentes: “Prisión de Zeus”, “Torre de defensa de Zeus”, o “morada de Zeus”. Por eso, y dentro del esquema geocéntrico desde el que nos estamos moviendo, no extraña que Platón calificara al punto central del Universo, en su Critias, como el lugar más honorable de todos los posibles.


Imposible resulta, a efectos de espacio, detenernos a analizar este concepto crucial de la filosofía griega –y hermética- a lo largo de todos sus eslabones más representativos, pero sí cabe detenerse en una reflexión: cuando Santo Tomás de Aquino –que tanto leyó a Ibn Bayyá, al que cita con su nombre latinizado (Avempace), así como Alberto Magno o Roger Bacon- escribió en su Summa Theológica (parte 3, suplemento, cuestión 97, artículo 7) este concepto del fuego, sin duda alguna hemos de inferir que su transmisión a través de la puerta andalusí fue impecable. He aquí el citado pasaje:

“Pitágoras situó el lugar de castigo (locus poenarum) en una esfera de fuego que dijo que existía en el centro de todo el universo; y denominó esta región `prisión de Zeus´ (carcerem iovis), como resulta claro a partir de la lectura de Aristóteles. Sin embargo, afirmar que está situado bajo la tierra se ajusta más a la Escritura”. ¿A qué prisión se están refiriendo? Sin duda alguna, a la que Hesíodo narra en su Teogonía, al referirse al Tártaro como la prisión donde fueron encadenados los Titanes como castigo por su rebelión? Mas dejemos este aspecto del problema, y centrémonos en el fuego en sí. 

Porque detrás de una interpretación semejante, que no pocos filósofos griegos no supieron interpretar en su sentido profundo, podemos atisbar a dos grandes filósofos musulmanes: Ibn Sina, y antes de él, al Pseudo-Empédocles árabe.

Ibn Bayyá no partió de la nada al escribir su teoría botánica, pues aunque es muy improbable que cayera en sus manos la traducción árabe de Teofrasto, es evidente que sí supo conceder al fuego la importancia debida, como ya se hace patente en el propio discípulo de Aristóteles y director de su famoso Liceo tras la muerte del Estagirita, pues los tres pertenecieron a la áurea cadena. Porfirio, en el libro II de De Abstinentia, expone en sus excerpta cómo Teofrasto era un decidido defensor de la teoría de la “simpatía universal”, según la cual todos los seres vivos están unidos por una cadena de afinidades, teoría que también sería muy defendida por los neoplatónicos, como Proclo, por ejemplo, al que es muy posible que sí leyera Ibn Bayyá.

En su Historia de las Plantas, Teofrasto menciona tanto a Demócrito como a Empédocles, y también a Anaxágoras, Diógenes de Apolonia o Hipón de Samos, y de este hermoso tratado suyo vamos a extraer sólo algunas citas pertinentes, que revelan cómo llevó también al mundo vegetal esta teoría de lo semejante que es atraído por lo semejante. Por ejemplo, ya en el capítulo I de su Libro I, donde literalmente afirma: “Intentaremos hablar de cada una de las partes de la planta, después de enumerarlas. 

Las principales, las más importantes y que además, son comunes a la mayoría de las plantas son: la raíz, el tronco, la rama y los brotes, partes todas gracias a las cuales uno puede distinguir en las plantas miembros como en los animales, pues cada uno de ellos es distinto de los demás y todos unidos constituyen el todo”. He aquí dos conceptos importantísimos que también veremos en Ibn Bayyá: la planta como una unidad, y su consideración como “individuo vegetal”, término que ya aparece en el propio Teofrasto.

De la importancia del fuego en la vida del vegetal, dejó testimonio en varios pasajes, como éste: “Parece que las raíces de todas las plantas se adelantan en el crecimiento a las partes aéreas. En efecto, el crecimiento se verifica hacia abajo. Pero la raíz no se dirige hacia abajo antes de que llegue el sol, pues el calor es la causa del crecimiento; sin embargo, la naturaleza del suelo, que puede ser ligero, flojo y poroso, contribuye en gran manera al arraigo profundo y, todavía más, a producir raíces largas, porque en terrenos de esta naturaleza el crecimiento se incrementa y es más enérgico (…) Las plantas jóvenes, cuando llegan al apogeo de su crecimiento, tienen las raíces más profundas y más largas que las ancianas” (Teofrasto, op. cit. Libro I, cap. VII).

Como no podía ser de otra manera, Teofrasto –al igual que después Ibn Bayyá- también
aplica la teoría humoral hipocrática al mundo vegetal, pues a cada humor o temperamento corresponderá un elemento: agua (linfático), tierra (bilis negra), aire (sanguíneo), fuego (biliar). Así, en el capítulo XII del mencionado Libro I afirma: “El humor de los árboles, según se ha dicho ya, presenta diferentes modalidades de gustos
(…) En términos generales, cada árbol posee un jugo propio de su especial naturaleza, y podría añadirse que cada planta, ya que cada planta posee un determinado temperamento y mixtión de humores, que indudablemente aparecen también como propios en los frutos correspondientes. En la mayoría de éstos se adivina una similitud con la planta, que no es exacta ni aparente, sino que se aprecia sobre todo en el pericarpio, y éste es el motivo de que la naturaleza del jugo presente un aspecto de madurez genuina y completa. De hecho, hay que considerar a este jugo como materia y al otro como forma o sustancia específica”.

La correspondencia entre el Cielo y su reflejo, la Tierra, para tener en cuenta el momento exacto en que se han de producir las labores agrícolas, ya la hallamos en el capítulo VI de su Libro II: “Hay quien trasplanta en primavera, pero los habitantes de Babilonia lo hacen cuando surge la constelación de Can, que es el momento en que lo hace la mayoría, generalmente porque en esta estación el árbol germina y crece más rápidamente”.

Así pues, la relación de la teoría humoral hipocrática con el mundo de la agricultura muy seguramente ya pudo llevarse a cabo desde antes del médico de Cos y padre de la medicina –y decidido defensor de la curación por los símiles. Esta afinidad entre Hipócrates y Demócrito ya la vio Barnett al comparar el Corpus hipocrático con el de Demócrito, al que se le asignó la autoría del Gran Diakosmos, obra que con toda seguridad escribió su maestro Leucipo. En cualquier caso, parece evidente que detrás de ellos existía una escuela que atribuía al maestro que les enseñaba la autoría de todos los tratados, sin duda por él dirigidos. Este hecho, nada ajeno a la cadena hermética, también lo contemplaremos en el Corpus hermético más importante –por su calidad y cantidad- de la Historia: el de Yabir Ibn Hayyán.

Proclo y sus Himnos al fuego

Una vez analizada la importancia del fuego en la Tierra y el mundo vegetal, pasemos a
esbozar –siquiera levemente- su peso en la transmutación del alma para su posterior elevación, aspecto que ya vemos en el famoso Banquete de Platón. Por eso no es extraño que, de entre todos los neoplatónicos que esto reflejaron –Porfirio, Siriano, Jámblico, Damascio…- fuera especialmente tratado por uno de los más interesantes, Proclo, tan leído por los sabios andalusíes. En sus Himnos, ya refleja cómo el alma va uniéndose a los distintos dioses del panteón neoplatónico –es decir, las esferas planetarias-, hasta lograr alcanzar al Uno, que en Proclo se identifica con el Bien. Un Proclo que no dejó de considerar a Orfeo, Hesíodo y Homero como el canon de los poetas divinos.

Así, nos encontramos con un Himno a Helio, al que denomina “corazón del cielo” –del
mismo modo que el corazón del microcosmos humano será regido por el sol-, y donde este astro ocupa la posición central dentro de su jerarquía planetaria, coincidente con la de los caldeos y el propio Tolomeo. En efecto, en su Teología platónica, identificará a Helio con Apolo –el Musageta, el director del concierto de las nueve Musas-, y lo asignará a la tríada elevadora de los dioses hegemónicos que guían al alma humana hacia el intelecto divino: “Escucha, rey del fuego intelectivo, Titán de áureas riendas, (…) tú que tienes la llave de la fuente sustentadora y distribuyes desde lo alto en los mundos materiales la abundante corriente de la armonía. (…) Los planetas que se ciñen tus antorchas siempre encendidas, siempre bajo correas incesantes e infatigables, envían destellos vivificadores a los hombres.(…) Y el estruendo de los elementos que van unos contra otros cesa desde que has aparecido tú, hijo de un progenitor inefable”.

O, por ejemplo, esta afirmación que realiza en su comentario In Parménides: “Escuchad, dioses, poseedores del timón de la sabiduría sagrada, que habiendo encendido el fuego que eleva las almas de los mortales, las atraéis hacia los inmortales, habiendo abandonado ellas la caverna tenebrosa, una vez purificadas por 
los inefables misterios de los himnos”.

O este otro Himno al dios caldeo o canción del fuego:
“…Convirtámonos en fuego, caminemos por el fuego.
Tenemos un camino fácil para la ascensión;
el Padre nos guía desplegando caminos de fuego.
Y nunca fluyamos como corriente profunda del olvido”.

Por consiguiente, sin la presencia de ese fuego central de las entrañas de la Tierra resultarían imposibles todos los procesos y ciclos que hallamos en la Naturaleza. Y sin la presencia del fuego como elemento externo a nosotros, tampoco sería realizable, por analogía, la necesaria purificación del alma, a través del fuego interno existente en el alma del hombre. Sin perder este hilo de oro conectado a la Medicina, muchos siglos más tarde que Proclo, afirmará el insigne Paracelso: “así pues, el que la Medicina y los médicos sean obra de Dios explica por qué una y otros han sido creados del fuego y en el fuego” (Paracelso, Obras Completas, ed. Comunicación, p. 122). 

Paracelso, el famoso médico alquimista suizo al que Giordano Bruno criticó que se había valido de los criterios médicos expuestos por Raymond Llull sin mencionarlo. Claro que el místico mallorquín –que por algo quiso aprender árabe aunque le llevara nueve años de su vida- bebió directamente de la fuente andalusí, como por ejemplo del propio Ibn Arabí, como hace ya más de un siglo empezó a señalar Codera. 

Ibn Bayyah (ابن باجة) de nombre completo Abu Bakr Muhammad 
                       ibn Yahya ibn al-Sa'ig ibn Bayyah (أبو بكر محمد بن يحيى بن الصايغ), 
     más conocido como Avempace, fue un filósofo de Al-Ándalus
       nacido en Zaragoza, capital de la Taifa de Saraqusta
                 hacia 1080 y muerto en Fez en 1139 que cultivó además la medicina
            la poesía, la física la botánica, la música y la astronomía.

El fuego en la alquimia vegetal de Ibn Bayyá

Sin duda, el breve pero profundo tratado de Ibn Bayyá Sobre las plantas es un claro exponente de ello. Por eso, de entre todas las perspectivas desde la que puede ser analizado, optaremos por la que él mismo adoptó como médula que actúa desde las entrañas de su propio escrito, pues es desde esta invisible columna vertebral del fuego y su interacción con los elementos, como él propone el estudio del mundo vegetal. Ya lo afirma desde su primera frase:

“El vegetal es uno de los seres naturales y su estudio constituye una parte de la ciencia física; por lo tanto, todo el que cultive la ciencia de la naturaleza debe investigar el vegetal y sus especies”. (Miguel Asín Palacios, “Avempace botánico”, Al-Ándalus, Tomo V, p. 279)

Si definimos al físico con la concepción que hoy en día tenemos, no alcanzaremos a comprender la perspectiva desde la que su autor lo decía, pues que físico era el hombre que estudiaba en profundidad las leyes de la Naturaleza…y por lo tanto, la interacción de los cuatro elementos. La Física actual lo hará desde unas claves materialistas, como partículas o sustancias bioquímicas que interaccionan entre sí, pero la Física tal y como fue entendida desde la Antigua Grecia hasta la España andalusí (y si me apuran, hasta el Renacimiento, antes de que Boyle destruyera la creencia en los cuatro elementos para analizarlos como sustancias atómicas) era entendida como un estudio de la Naturaleza en tanto que emanación del Alma del Mundo, surgida del Intelecto divino. De ahí que la Física fuera mejor comprendida desde sus presupuestos metafísicos, y éstos, desde las claves espirituales, que en el caso de Ibn Bayyá no fueron sólo las lecturas filosóficas ya analizadas, sino éstas debidamente engarzadas con el Islam.

El primer guiño hermético al fuego ya aparece al hablar de la generación de la planta con esta reflexión: “Y por eso, el que dice que la tierra es la madre de la planta y que el sol es su padre, merece más que se diga de él que ha acertado” (op. cit., p. 281), que recuerda sin duda a la máxima de la Tabula Smeragdina traducida en al-Ándalus ya en tiempos del califa Alhakem II: “El Sol es su padre, la Luna su madre, el viento la ha llevado en su seno, y es la tierra su nodriza”, aunque aquí no se refiera a la planta.

Ibn Bayyá admite, como no podía ser de otra manera, que el ser vegetal tiene alma vegetativa, pues “todo vegetal se nutre, y todo lo que se nutre sírvese, según lo hemos escrito en el Libro del Alma, de un calor físico, con el cual altera el alimento. Ahora bien, el alimento de la planta es evidente por sí mismo que procede del agua y de la tierra, puesto que toda planta perfecta está adherida a la tierra y en ésta vegetan sus raíces, y si le falta el agua, aridece y se seca. Además, en toda planta hay cierta humedad, como evidentemente se observa en su raíz, su corteza, su madera y sus hojas, o al menos en alguna de estas partes.

Luego en toda planta existen dos potencias o virtudes: la una, del género de la potencia de la tierra, y la otra del género de la potencia del agua. Asimismo, existe también en la planta otra potencia, del género del fuego, si bien ésta no es evidente que exista en las plantas todas, como por ejemplo, en las que viven dentro del mar” (op. cit. p. 290) 

Tras clasificar previamente a las plantas en perfectas –las que tienen raíz- e imperfectas –las que carecen de ella-, he aquí un primer análisis de la interacción de los cuatro elementos en el individuo vegetal. La nutrición de la planta se efectúa merced al agua y la tierra, gracias a la conexión por vía de analogía con las potencias o virtudes del mismo elemento existentes en ella.

“Ahora bien, esta potencia del género del fuego procede tan sólo del movimiento del sol y llega a la planta por medio del aire, y por eso se cuentan como una sola potencia las dos potencias del fuego y del aire, respecto de la planta a la cual llega el aire, y asimismo respecto del elemento acuático. Y por eso Aristóteles dice que la planta tiene tres potencias, y atribuye la tercera al fuego, porque es el motor, mientras que la potencia de la tierra lo es tan sólo como materia (…) En cuanto a la potencia homogénea al fuego, no es ella la que nutre, sino mero instrumento de la potencia nutritiva, y por eso se diferencian unas de otras las especies de las plantas, aunque vivan en un solo y mismo terreno y se nutran con el mismo alimento y sea uno y el mismo el aire que las circunda” (op. cit. pp. 290 y 291).

El fuego es elemento activo, motor, y la tierra elemento pasivo, receptora. Por eso el primero es de género masculino, y la segunda de género femenino. Pero aun siendo elemento activo, en su potencia homogénea dentro del ser vegetal actúa como instrumento de su necesidad de nutrición. Y, a juicio de Ibn Bayyá, ése es el elemento que más personaliza a cada planta dando lugar a la especie, “y ésta es la causa de que ciertas plantas se den en unas estaciones del año y no en otras: porque el calor, que es del género del fuego y que llega a la planta procediendo del movimiento del sol, es como el cálido natural en el animal. Y por eso necesita ser un calor determinado, y cuando es excesivo o deficiente, se anula la acción de la potencia nutritiva”. 

De ahí su conclusión evidente al comparar la acción de este elemento interno de la planta, con el elemento que rige cada estación del año: “Por eso, siempre que una estación del año es evidentemente extraña a la naturaleza de la planta, corrómpese ésta en dicha estación” (p. 291).

A continuación, Ibn Bayyá efectúa una interesante comparación entre el desarrollo y la altura de la planta, por una parte, con los intestinos del animal, por la otra (es decir, el órgano de su función nutritiva). Y todo por un elemento común: la cocción realizada por el fuego: “Después, a la planta que necesita una especie de calor que en aquella estación le falta, el calor que le llega desde el sol hace subir la humedad, y porque esta humedad sube en la planta por unos conductos que no son anchos, por eso cabalmente, imposibilitada de subir por esos estrechos conductos la humedad mezclada, se calienta y sobreviene la cocción por causa de aquel calor. Y por eso no se desarrolla la planta, hasta que su tallo y su raíz alcanzan la altura que les corresponde, pues lo longitud o la altura de la planta es semejante al intestino del animal: el intestino, efectivamente, es largo, pero está dentro de un lugar que no es igual en longitud a la del intestino y a su circunvolución, y el animal se sirve de esa su longitud para alejar la distancia y prolongar así el tiempo del movimiento, hasta tanto que, durante él, se realice la cocción (…) En la planta, pues, se da necesariamente cocción, y si no le sobreviene algún accidente, tiene lugar la madurez, pues ésta es la perfección o complemento de la cocción; pero todo lo que está dotado de humedad y madura tiene sabor; luego la planta necesariamente tiene sabor y el sabor le es propio por necesidad” (p. 291).

Las plantas más perfectas son las que poseen raíz, pero las acuáticas se encuentran a mitad de camino entre el ser vegetal y el mineral, pues comparte con éste la carencia del órgano nutritivo, y con aquél, la figura misma. Mas la generación de esta planta acuática, que se da en las superficies de las aguas estancadas o que corren con lentitud, también se explica por la acción del sol: “Y ello se debe a que en tales lugares levántase un vapor espeso en muy pequeña cantidad, al cual el aire lo retiene sin quemarlo y se extiende sobre la superficie del agua y allí se conserva detenido y sometido a la acción del calor, hasta que tiene lugar la cocción, por la cual se engendra el cuerpo de aquella planta” (p. 292).

Asimismo, la carencia de fuego explica otro proceso propio de algunos árboles: “En algunos árboles ocurre a veces que del alimento les sobra cierta cantidad, la cual no se cuece lo bastante para ser expulsada, como lo son las gomas de los árboles dotados de goma, pero tampoco queda sin cocerse del todo; esto les sucede a algunos árboles, especialmente en ciertos lugares, como al olivo, que se le queda un sobrante de su alimento sin recibir la cocción propia de ese árbol, si bien no dista mucho del punto de cocción que le corresponde,pero por la densidad y por la poca fuerza del calor que rodea al árbol, se ve éste impedido de expulsarlo, y entonces se engendra de dicho sobrante otra planta que extrae su alimento del mismo árbol y fructifica, sólo que ya su fruto no es como el de aquél (p. 293)”.

Y así, tras reflexionar que la raíz sirve para la conservación de la planta, y el tallo para su fruto, se pregunta por qué causa algunos individuos vegetales carecen de tallo o ramas, y en su conclusión habla de nuevo del fuego, al que compara en su acción con el semen humano: “De las que no tienen tallo, unas tienen muchas ramas y otras carecen de ellas por completo. Las que tienen sólo ramas principales son aquellas de cuya raíz, que es una sola, brotan muchos tallos semejantes entre sí e iguales en longitud, de modo que son como muchos árboles que salieran de una sola raíz, y esto sucede en las plantas en las cuales es muy intenso el calor natural que hay en su raíz, siendo por ello muy abundante el alimento que llega hasta ella y muchos, por lo tanto, los efectos que produce. Es, pues, semejante este fenómeno al que se observa en el semen, o sea, que siendo éste uno sólo, engendra a veces más de un hijo, pues tal fenómeno y la división del semen son efecto de la potencia o energía de éste” (p. 294).

Tal importancia concede al fuego, que la nutrición –y el fruto- dependerá del equilibrio entre la raíz y el calor. Y éste es deficiente, no habrá cocción, y le sobrevendrán daños a la planta. “En cambio, si el calor es intenso y el alimento es digerido, nacen entonces aquellos árboles y crecen y dan mucho fruto” (p. 295), por lo que concluye: “Es, pues, evidente que todo ello depende del motor” (p. 295), es decir, del fuego. Y será la carencia de este elemento lo que explicará la ausencia de frutos en las plantas marinas, así como “la densidad del agua y su lejanía del equilibrio temperamental” (p.296).

Este tratado de Ibn Bayyá, como bien analizó Asín Palacios, fue muy estudiado por Alberto Magno, quien en su De vegetalibus llega incluso a copiar casi al pie de la letra la causa por la que nuestro sabio andalusí explica la presencia de terremotos en lugares duros, y no en los arenales. Basándose en su análisis, lógicamente, en la interacción de los cuatro elementos.

Influencias

No podemos abstraer este tratado del conjunto de la obra de Ibn Bayyá, concebida como una unidad con indudables influencias, pero también, grandes dosis de un pensamiento propio que fue evolucionando a lo largo de su creación. El mismo autor apunta a ello cuando, al analizar el fin del tallo y las ramas, negados a una perfección última así como “en muchos animales y en otros seres” afirma que “el examen de todas estas cuestiones habrá de hacerse tan sólo cuando se estudie el fin para el cual existen esos dos géneros de vivientes, es decir, el animal y el vegetal, y esto no se logra por completo más que investigando el fin del universo entero, de lo cual se ha tratado ya en varios lugares” (op. cit. p. 294).

Coincido con el Prof. Lomba Fuentes en que el fin de Ibn Bayyá fue el hombre perfecto, ese anthropos teleios heleno que al ser reformulado por los pensadores musulmanes daría al… Insan Kamil, pues –y cito al susodicho arabista- “los pilares que sostienen este ideal de vida en Ibn Bayyá no pueden limitarse a Platón, Aristóteles o al Neoplatonismo. Nada de todo ello hubiera tenido efecto si Ibn Bayyá no hubiera tenido ante la existencia un talante y actitud especialmente nobles derivados de su fe islámica a la que estaba firmemente aferrado. Y ese talante de base creo se centra en tres puntos principales, al margen de otros muchos: primero, el deseo de huir de la materia del mundo sensible; segundo, el ansia de inmortalidad; y tercero, la búsqueda de la unidad como ideal absoluto inspirado seguramente, no sólo en la filosofía, sino en el propio tawhid islámico” (Lectura de la ética griega por el pensamiento de Ibn Bayyá, Al-Qantara, XIV, 1993, p. 7).

Por ello, más allá de la lectura de Ibn Wafid, creo ver una influencia decisiva en la figura de al-Kindi, sobre todo en esta obra y en Sobre las formas espirituales (traducida por la ed. Trotta en Carta del adiós y otros textos filosóficos). En efecto, la interiorización profunda de la interrelación de los cuatro humores en el mundo vegetal parece beber directamente del De gradibus kindiano, pues como hemos analizado, otorga una gran función a los elementos –y al alma vegetal- en la configuración de la morfología de la planta, tema que nos remite directamente al concepto de alma en Al-Kindi, que a un tiempo abraza la filosofía neoplatónica y a ese primer Aristóteles aún embebido de Platón, el del Eudemo, el Protreptico o el De philosophia: ese mismo concepto se halla también en las primeras obras de Ibn Bayyá (y en este punto discrepo de Lomba Fuentes, que otorga sobre él una influencia decisiva de al-Farabí).

Afirma al-Kindi en su Discurso acerca del alma: “El alma es simple, dotada de nobleza y perfección, de gran dignidad. Su sustancia procede de la del Creador, honrado y ensalzado sea, de la misma manera que la luz del sol procede del sol. (…) “Una vez que el alma se ha separado del cuerpo, conoce todo lo que hay en el universo y no se le esconde lo oculto. La prueba de ello es lo que ha dicho Platón, allí donde dice que a muchos filósofos antiguos puros, después de librarse del mundo terrenal, de desdeñar las cosas sensibles y de separarse de las realidades de las cosas por la especulación y la investigación, se les reveló el conocimiento de lo secreto, conocieron lo que está oculto a los hombres en sus almas, y descubrieron los arcanos  de la creación” (trad. Rafael Ramón Guerrero, Al-Qantara, 1982, pp. 21 y 22).

Este aspecto es lo suficientemente profundo como para merecer otro artículo, de modo que, para refrendar lo arriba apuntado sobre los efectos del alma en el cuerpo, citaremos también a al-Kindi cuando literalmente dice que “si al cerebro le sobreviene una corrupción, entonces el ser (wuyud) de las facultades del alma que utilizan esa parte del cerebro también sufre esa corrupción” (ed. M. Abu Rida, Rasail al-Kindi al-falsafiyya, El Cairo, Dar al-fiqr al-arabi, vol. I, p. 298).

Posteriormente, las obras de Ibn Bayyá presentarían la huella de otro filósofo no menos significativo: al-Biruni. Pero esto será ya materia de otro artículo. En éste, ya hemos visto cómo el concepto de fuego de Empédocles –no el de Heráclito- fue aplicado por Ibn Bayyá en su estudio sobre el ser vegetal.

(*) Ángel Alcalá Malavé es colaborador de Webislam.

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